Todos los caminos que recorran La Habana son válidos para el arte,
canciones ancestrales encuentran la melodía singular de su historia y sus
amores. Novelas, testimonios la hacen recordar por siempre, artesanalmente
aparecen todos los días diminutos Capitolios, y Castillos del Morro, y
Almendrones y Coco taxis. Instantáneas del malecón y la impetuosidad del mar
besando la ciudad más bella entre muchas del mundo entero, recorren entre
las cámaras de valiosísimos fotógrafos desde hace siglos. Pero
indiscutiblemente una de las manifestaciones bendecidas por la mística de esta
ciudad son las artes plásticas, su virtud para tomar imágenes y dotarlas de
nuevas formas y colores hace que se inmortalice en el tiempo una mirada, claro
está, la del artista.
Ejemplos existen para no parar de contar y lo interesante es asumir que un
sitio que parece haber sido congelado desde hace muchos años toma un
aspecto nuevo en cada lienzo. Por eso se hace doblemente exquisita la
experiencia del arte, porque una vez que penetramos en su esencia creadora
tenemos frente a nosotros el alma del que la concibió y al hacerla nuestra
cuando la recepcionamos tenemos la inigualable oportunidad de sentir como
propia la experiencia ajena e identificarnos con el espíritu de su autor. Sin
pretender abarcar toda la realidad que encierra La Habana y tampoco dejar
escapar aquello que le hace más humana llegan las obras de Manuel Alejandro
Pérez a las exhibiciones, apenas queriendo que el mundo vea una vieja
fachada que antes fue un hogar, o una bodega, o u negocio y ahora es un
segmento mágico de la arquitectura y cultura cubanas.
Desde cada ángulo hay un grupo de significados muy diversos, y la
arbitrariedad de su selección de colores ayuda a enfatizar en los sentimientos
que provoca el cuadro en general. El ambiente menos iluminado de las calles y
las tonalidades entre sepia y ocre, nos llevan a querer calcular cuán nostálgico
puede ser caminar la ciudad y sentirla suya a pesar de tantos años recorriendo
los mismos senderos, destacan además la posibilidad de un dibujo bien
elaborado con figuraciones concretas que permiten ubicarse en el sitio
específico que inspiró la obra en su génesis.
Las líneas y los detalles de la imagen que recibimos al apreciar cada obra
de este artista, son un modo muy útil de entender la coherencia entre lo que
sería ver una ciudad al caminarla y luego descubrirla a través del sentimiento
que él le adiciona cuando la mira, la piensa, la recrea y la entrega rehecha para
nosotros. Todo vuelve a nacer, y es importante. Los carteles, las paredes, los
automóviles, los edificios, las personas y sobre todo su vida cotidiana están
situados de manera tal que al mirar el hecho pictórico muevan dentro del
espectador sensaciones de movimiento y calor humano real, lo cual define en
esencia a La Habana: vitalidad y belleza infinita.

El paisaje urbano como expresión artística se convierte en un leiv motive en
la obra plástica de este pintor cuya evolución se contextualiza en un período
altamente contradictorio del arte cubano, marcado por la constante
contraposición de propósitos artísticos que van desde una concepción
severamente elitista a otra desenfrenadamente moderna y coloquial. Eligiendo
para su hacer pictórico la convergencia de ambas tendencias y la conjugación
de la alta cultura intelectual con el modo de vida de un artista sencillo y
bohemio, aun cuando se aleja de todo el exhibicionismo y ostentación de los
grupos artísticos que le son contemporáneos.
Asistimos pues, no a la simple postal habanera y caribeña, ni al reproche
histórico por la ancianidad de sus calles, sino a la aventura extraordinaria de
conocer la ciudad como el ser vivo que es, cambiante y apasionado, descrito a
través del espejo donde se miran todos y cada uno de los cubanos.
Filóloga y crítica de arte Lic. Lázara mir.

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